El invierno ha sido largo en Wadowice y la primavera ha tardado en llegar, pero ahora, cuando el verano ha comenzado, los árboles rebosan de hojas verdes. El clima cálido ha traído una nueva esperanza a los habitantes de la pequeña ciudad polaca, situada a 40 km al sureste de Varsovia. Apartando la cortina bordada, la señora Wojtyla sonríe al mirar por la ventana. ‘El verano es una época muy bella del año’, pensó, especialmente ahora que la guerra ha terminado. Su mirada vuelve a la cuna que está meciendo. ‘¡Y mucho más cuando Dios nos ha enviado al pequeño Karol!’.

La Primera Guerra Mundial, que estalló desde 1914 hasta 1918, había terminado hacía dos años. Después de 123 años de ocupación extranjera, Polonia había recuperado por fin su independencia. Europa estaba en paz, al menos por el momento. La joven familia Wojtyla –Emilia, su esposo Karol, y su hijo Edmund– exultaban de gozo con el nacimiento del nuevo miembro de la familia el 18 de mayo de 1920. El niño recibió el nombre de Karol –Carlos en polaco–, como su padre.

No tuvo que pasar mucho tiempo para que el robusto y rozagante niño fuera llamado cariñosamente Lolek (Carlitos). Emilia Wojtyla era muy amable y delicada. Karol Wojtyla, el padre de Lolek, era un oficial retirado del ejército. La pareja estaba por entero dedicada el uno al otro y a los niños. Edmund era catorce años mayor que Lolek. En su familia, y entre los amigos cercanos, era conocido como Mundek, también un diminutivo. Entre los dos varones, había nacido una niña, pero solo había vivido un corto tiempo.

El 20 de junio era un día especial. Emilia vistió con cuidado al bebé con sus largas ropas bautismales. Era un tejido de lino blanco y encajes. ¡Lolek lucía perfecto!

“¡Está listo para ir, papá!”, anunció Emilia con una sonrisa radiante. Envolvió su precioso paquete con una manta ligera para asegurarse de que se mantuviera abrigado. El señor Wojtyla cargó a su hijo por la calle hasta su parroquia, la Iglesia de la Presentación de la Bienaventurada Virgen María. Allí, el padre Franciszek Zak, un capellán militar, bautizó al pequeño niño. Vertiendo cuidadosamente el agua sobre la frente del niño, pronunció las palabras conocidas: “Yo te bautizo, Karol, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén”. El pequeño Karol Jozef era ahora un miembro de la familia de Dios.

Emilia y su esposo se sentaron en el sofá aquella noche mirando a su bebé que dormía en la cuna. La pareja se mantuvo casi en silencio, gozando la paz del momento. Mundek se acercó a ellos con un libro interesante. La imaginación de Emilia se empeñaba con fuerza: ¿Qué madre no piensa que su hijo o hija está destinado a grandes cosas?’. Se preguntó a sí misma. ‘¿Qué sería de Lolek? Somos gente sencilla y trabajadora, aunque mi esposo tiene muchas bellas cualidades: diligencia, honestidad y fe, para nombrar unas pocas. Y Mundek es un muchacho maravilloso. Karol Jozef aprenderá mucho del buen ejemplo de su padre y de su hermano. Por supuesto, quiero ayudar siendo una madre amorosa. Puedo verlo ahora mismo’, sonrió ella. ‘Cuando haga buen tiempo, pasearé a Lolek por las calles en su coche y les diré a los vecinos cuando se detengan a admirarlo: Mi Lolek va a ser un gran hombre un día. Solo esperen y lo verán. Sí, ¡solo esperen y lo verán!’.

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